La expansión del coronavirus ha desnudado la enorme precariedad de los sistemas de salud en la mayoría de los países. Se trata de una situación que no “cayó del cielo”, para nada. Esta precariedad generalizada es un resultado absolutamente programado. Es el desarrollo de políticas de Estado, sostenidas en el tiempo, que combinan el sistemático desguace de los sistemas públicos con la hiper-mercantilización de la salud.

Del mismo modo, el COVID- 19 expuso la precariedad de los sistemas educativos. En Argentina, como si nada pasara, sin ninguna inversión ni planificación pedagógica mediadamente rigurosa, cientos de miles de docentes de todos los niveles educativos fuimos obligados por las autoridades educativas a elaborar propuestas de enseñanza a distancia (a través de la utilización de plataformas digitales) sin contar con los recursos, la formación y el tiempo suficiente. Las y los educadores sabemos que la enseñanza (y el aprendizaje) es un proceso programado y planificado que requiere de una enorme rigurosidad. La enseñanza formal no puede ser un “ensayo y error”. No considerar ello es ponerse por fuera de toda ética profesional.

En paralelo, millones de hogares debieron transformarse en espacios “aptos” para el aprendizaje. Sin embargo, la mayoría de los hogares de estudiantes, y también de profesores, no están preparados para una situación así: carecen de dispositivos y recursos tecnológicos y son espacios muy heterogéneos y dispares donde en general conviven varias personas con múltiples tareas, conocimientos y responsabilidades cotidianas que son impostergables. Todo esto en tiempos de total incertidumbre, donde todos y todas estamos psicológicamente alterados por una situación que conjuga la expansión de la pandemia, el aislamiento preventivo, una crisis económica, social y sanitaria.

Es paradójico que el sistema educativo en su conjunto asuma, en un momento realmente histórico, continuidad y normalidad donde las vidas de todos y todas se encuentran completamente alteradas y en riesgo. Las autoridades educativas buscan, a través de la educación a distancia y el teletrabajo, generar en una suerte de “como si”: como si los docentes estaríamos enseñando y como si los estudiantes estarían aprendiendo, como si hoy alguien pudiera evaluar y acreditar saberes de la currícula educativa.

En las universidades nacionales

Patricio Grande

En ese cuadro general, las y los docentes universitarios también hemos sido instados a realizar distintos trabajos a distancia como por ejemplo la preparación y el dictado de clases. Los argumentos utilizados por las autoridades universitarias se centran en “garantizar la continuidad pedagógica” y en “sostener el vínculo con los estudiantes”. A simple vista parecería algo razonable y hasta loable. Sin embargo, detrás de estas recientes instrucciones generales se oculta un conjunto de profundas contradicciones que deben ser analizadas:

En primer lugar, el inicio del ciclo lectivo 2020 mostró que en muchas universidades nacionales (como por ejemplo la UNLu) las condiciones de estudio y trabajo son decididamente pésimas: aulas donde los estudiantes no tienen siquiera un espacio para sentarse durante las clases; comisiones con más de 300 estudiantes y un solo docente a cargo de teóricos y prácticos; las computadoras y proyectores son recursos prácticamente inexistentes en las aulas, y pabellones enteros sin el más elemental mantenimiento edilicio. Sin dudas, todo esto (y más) atenta contra la permanencia y la continuidad de decenas de miles de estudiantes, contra la calidad del trabajo docente y contra la declamada “excelencia académica”. Esto se contradice profundamente con la súbita preocupación que en apariencia muestran por estos días las autoridades universitarias y ministeriales por “garantizar la continuidad pedagógica”.

En segundo lugar, de un modo repentino a las y los docentes nos asignan nuevas tareas y formas de trabajo que implican alteraciones profundas en las condiciones laborales, mayor precarización y una enorme sobrecarga de tareas, vulnerando así toda regulación laboral. En ese sentido el Convenio Colectivo de Trabajo de la docencia universitaria establece que el empleador “debe abstenerse de disponer modificaciones en las condiciones o modalidades de la relación laboral”. Además, cabe aclarar que la enorme mayoría de las carreras de grado universitario se dictan bajo la modalidad presencial, con planificaciones de enseñanza específicas y contextualizadas que son la resultante de años de trabajo individual y colectivo, realizado con grandes esfuerzos por cada equipo o cátedra docente donde se imbrican desarrollos de investigación y extensión universitaria.

En tercer lugar, todo el equipamiento para realizar este trabajo a distancia (computadoras, servicio de internet y otros recursos) debe ser costeado en su totalidad por cada docente. Sí, con nuestros salarios. Salarios totalmente depreciados en los últimos años, producto de una desinversión generaliza en materia educación pública (el salario “testigo” del sector es de $23.000).

En cuarto lugar, un amplio segmento de estudiantes no cuenta en sus hogares con conectividad a internet ni con los dispositivos tecnológicos adecuados e indispensables para desarrollar este tipo de actividades académicas de carácter no presencial. Esta lógica no hace más que reproducir las desigualdades existentes sobre el acceso al conocimiento y, al mismo tiempo, amplificar la “brecha académica”. Por ejemplo en la UNLu, donde la mayoría de los y las estudiantes pertenecen a familias trabajadoras del conurbano bonaerense, esta problemática es cotidiana. Es claro que no se pueden estudiar contenidos científicos en soledad y desde un celular.

En quinto lugar, hay asignaturas que por sus propias características requieren necesariamente de un carácter presencial, del trabajo de campo en instituciones externas (instituciones educativas, centros de salud y de innovación tecnológica, etc.) o en las propias universidades. Allí el acompañamiento y la supervisión docente son decididamente indispensables.

Así, resulta evidente que no están dadas las condiciones para enseñar y aprender bajo estas circunstancias. Por eso, y más de allá del enorme esfuerzo que están realizando docentes, estudiantes (y las familias), hablar hoy de “continuidad pedagógica” es un engaño o una directamente una farsa.

En medio de la angustia y la incertidumbre que nos provoca transitar la pandemia y el aislamiento social obligatorio, ningún docente se encuentra en condiciones de someterse a las exigencias y controles por parte de las autoridades. Tampoco los y las docentes estamos en condiciones de exigir ni evaluar a nuestros estudiantes. Todo lo contrario. Son tiempos difíciles donde las prioridades no pueden ser las habituales.

Empero, bajo estas condiciones es fundamental que como docentes mantengamos un diálogo fructífero/constructivo con nuestros estudiantes e intentar acompañarlos en estos tiempos tan duros, responder a sus diversas inquietudes e informarlos debidamente, pero con la tranquilidad que este momento requiere. Todo ello, a la espera de una cierta “normalidad” capaz de garantizar un seguro retorno a las aulas de todos niveles educativos, donde podamos debatir y evaluar, de una manera colectiva, reales alternativas de contingencia pedagógica en medio de esta crisis que afecta a la humanidad entera.

* Patricio Grande (Docente Ordinario UNLu)